EL DIAGNÓSTICO
El médico cuando vio a mi mamá se recostó hacia atrás en su enorme sillón del escritorio y tosió muy suavemente.
—Veamos, veamos —dijo mientras se tocaba la pera con la mano izquierda—. Según usted su madre tiene su memoria algo averiada.
Se levantó, la tomó por un brazo, la sentó frente a él y comenzó con un interrogatorio interminable ¿cómo se llama? ¿qué día es hoy? ¿cuántos años tiene? ¿dónde vive? ¿tiene hijos, ropa, automóvil, casa, reloj pulsera, heladera con freezer?
Las respuestas fueron confusas. Veía a mi mamá con ese sudor que le humedecía toda la cara. Las preguntas se hicieron más rápidas y compulsivas. Llegó un momento de tanta tensión que interrumpí:
—¡Por favor basta!
—Aquí el médico soy yo. Sé lo que tengo que hacer.
Y seguía ¿A qué colegio fue en la primaria?
Oí a mamá segura, firme, sin las dudas e inseguridades y para mi alivio, ya sin sudores: que había ido al colegio Primera Junta en Rivadavia 5082, que entraba a las 8.30 y salía a la 13 incluyendo los días sábados. Agregó además los nombres de todas sus maestras de primero a séptimo.
Vi al médico escribiendo una receta mientras me indicaba en qué única farmacia conseguiríamos el preparado conveniente para el Alzheimer.
Al tercer día de administrar esa medicación mi madre comenzó a recordar todo lo vivido. Al cuarto día empezó a hablar ininterrupidamente. Durante un año completo la oíamos día y noche contar la historia completa de su vida desde que nació hasta el día trescientos sesenta y seis, cuando calló.