Carolina Cazaux
Matías fue quien le cambió el nombre a mi otoscopio. Había llegado con su papá al centro de salud minutos previos a la ansiada “huída” que yo venía planeando horas antes. Ese momento previo a terminar la jornada laboral era para mí el más sublime después de haber atendido una treintena de pacientes en seis horas.
El chico traía un pedazo de papel dentro de su oreja. El más asustado era el padre, y se le notaba en la cara de espanto. Matías, en cambio, se veía relajado y hasta orgulloso de su logro, como enseñando la coherencia propia de su edad, puesto que a los cinco años no es un problema tener la oreja llena de papel. Todo un mérito el suyo. Tuve ganas de felicitarlo, porque no entendía ni cómo se le había ocurrido semejante travesura ni cómo se había animado a concretarla. Sentí una especie de admiración por su acto de valentía, pero claro que no podía, desde el rol que me tocaba jugar, hacérselo saber. Así que decidí obviar los galardones y poner manos a la obra.
No encontré una pinza (ni de depilar ni cualquiera de tamaño semejante que pudiera cumplir la función de extraer el cuerpo extraño) en ningún rincón del centro ni en ninguna cartera femenina. El único objeto que podría resolver la situación era una aguja, así que tomé la más pequeña que encontré, acosté a Matías en la camilla y comencé la tarea iluminando su conducto auditivo con mi otoscopio.
Aquel niño valiente desapareció como por arte de magia. A pesar de toda mi explicación sobre cada paso que iba a dar, Matías lloraba asustado. A cada pedacito de papel que sacaba, lo acompañaba la desesperada pregunta: “¿Ya salió todo?”. Yo seguía escarbando y pinchando el papel ya hecho un bollito húmedo que me obligaba a entrar un poco más cada vez, y también cada vez más difícil porque después de la trabajosa puntada para engancharlo, se rompía. Mientras tanto, hacía algo de palanca e iluminación con el otoscopio, que era mi guía.
De pronto advertí que a Matías, lo que en realidad le dolía era la punta del otoscopio apoyada sobre su oreja. Y entendí que él sentía que el verdadero trabajo lo estaba haciendo el otoscopio y no la aguja, cosa que me tranquilizó porque todo chico teme a las agujas y no hubiera sido bueno que él supiera la verdad, pensé; pues esa innecesaria verdad sólo sería motivo de mayor sufrimiento para ambos. Fue en ese momento que le transmití mi admiración diciéndole lo asombrada que estaba por cómo había logrado llegar tan adentro. Matías y yo nos transformamos en cómplices en ese instante y él volvía a ser el héroe. Le prometí que faltaba poco y en el quinto y último trozo de papel azul cantamos victoria. Los tres respiramos hondo, cada uno por motivos diferentes: el padre, por haber pasado el trago amargo del que luego culparía a su esposa; Matías, por haber salido ileso de su aventura; yo, porque en un rato estaría en mi casa descansando.
Al despedirnos, Matías me abrazó y clavó la mirada sobre el otoscopio, que estaba sobre escritorio. Lo agarró, lo miró y dijo:
- ¿Sabés cómo se llama éste?
- Sí – dije – otoscopio.
- No. Se llama escavador... porque escava adentro de las orejas. ¡Es un escavador!
- ¡Tenés razón! A partir de ahora se llama así.
Matías se fue y nunca le pregunté qué papel había sido la causa de su visita. Tiempo después me enteré: con su hermano más grande habían hecho un barco de papel con un volante de propaganda política que habían encontrado por ahí. Parece ser que Matías hundió el barco mientras su hermano buscaba ramas para guiarlo, y para no ser descubierto, lo destrozó y escondió los restos, algunos de ellos en su oreja.
La propaganda tenía los colores argentinos, por eso yo veía papel azul. Me pregunto si será Matías alguno de los tantos valientes de su generación que desafíen el poder, hundan el barco, lo destrocen y estén dispuestos a construir uno nuevo.
Aquella tarde su héroe había sido el excavador. Y el mío, Matías. Ahora entiendo por qué.
18/12/06