En un remoto tiempo y lugar, entre unas montañas grandes y verdes, entre árboles, fuentes de agua y flores, vivía una particular comunidad. Seres de pequeño tamaño, unos más grandes que otros, unos con pelo y otros con plumas, unos eran ardillas y otros eran jilgueros; no importaba mucho cual era cual, generalmente las diferencias pasaban desapercibidas, porque hacían las mismas actividades: trepaban a los árboles, construían madrigueras, y comían semillas, nueces y frutas. Así transcurrían los días en ese lugar, todo parecía normal.
Curiosamente, sin que nadie pudiera comprender por qué, los seres emplumados, los más pequeños, tenían dificultades para comportarse como los demás, tenían serios problemas para subir a los árboles y construir madrigueras. Aunque algunos se esforzaban tanto que lograban hacerlo muy bien, en el esfuerzo perdían sus plumas y en su lugar les salían callos que los hacían incluso a veces más hábiles que sus amigos con pelo. Pero, en general, los pequeños no lograban hacerlo bien, lo intentaban, realmente lo intentaban, a veces hasta algunas ardillas se compadecían y ayudaban a los jilgueros, los subían en sus lomos para llevarlos a las ramas más altas de los árboles y les abrían camino en las madrigueras. Otras, en cambio, los rechazaban y se burlaban de ellos, -tan torpes, tan débiles, tan inútiles- refunfuñaban las ardillas, y los jilgueros, tan tristes y tan infelices.
Un día, un jilguero decidió alejarse un poco del grupo para estar solo y pensar en lo que sucedía. Empezó a caminar hacia las montañas, pensando, llorando y recordando, -¿qué era lo que estaba mal?, si todos nos esforzamos tanto por hacer lo que nos toca, ¿por qué nos sentimos frustrados y tristes?-. Distraído con su preocupaciones, no se dio cuenta de lo lejos que había llegado, se encontraba en un lugar de la montaña en el que nunca había estado, el suelo era rocoso y la superficie muy empinada. De repente, se resbaló, pisó una piedra que estaba suelta y empezó a caer. El miedo lo invadió y empezó a moverse desesperadamente. Mientras caía, sin saber cómo, los movimientos desordenados de su cuerpo, se fueron transformando en movimientos armoniosos, coordinados, más suaves, hacia arriba, hacia abajo, como una danza. Entonces, empezó a elevarse del suelo, empezó a volar, si, a volar. Lleno de emoción cruzó el cielo, se deslizó sobre las nubes, saludó a las estrellas y contempló el valle desde lo alto, desde muy alto. Henchido de una felicidad desconocida descendió a la tierra, les contó a sus amigos su descubrimiento, revoloteando sobre sus cabezas les mostró que podían volar, y les enseñó a moverse como él, y todos empezaron a volar.
Así fue como los jilgueros entendieron el por qué de sus plumas, y de la forma y tamaño de sus cuerpos. Y descubrieron que para poder ir a las copas de los árboles no tenían que trepar por sus troncos, que podían volar; que no tenían que vivir en madrigueras, porque habían lugares para ellos entre las ramas; que podían traer más frutos desde otros lugares para sí mismos y para sus amigos peludos; los jilgueros descubrieron que eran felices.
El cuento no cuenta más, seguramente, las ardillas también fueron felices. Y lo que tampoco cuenta el cuento es por qué en un tiempo, más remoto que el de este cuento, los jilgueros se habían olvidado que podían volar.
Sandra Isabel Payán
Cali, 2003