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Última actualización: 16/06/2009

Un ensayo de Historia Ambiental

LA NATURALEZA, ESA SOMBRA QUE CAMINA ATRÁS DE NOSOTROS

 
Futuro Moncada Forero
Bogotá. concolombia@gmail.com
 
“La tierra no discute,
No es patética, no tiene planes,
No grita ni se apresura, no persuade ni amenaza,
     no promete,
No hace discriminaciones, no concibe fracasos
No encierra nada, no rehúsa nada, no excluye nada,
Notifica de todos los poderes, propósitos, estados,
     no excluye a ninguno.”

Walt Whitman

 
Hoy seguimos buscando explicaciones que no se conforman con la mera descripción, las soluciones técnicas y la ingenua fe en la ciencia”
(Glacken, 1996, p. 164)
 
Tres acontecimientos ocurridos en el transcurso del siglo XX resultaron particularmente significativos para definir nuestra condición de seres vivos en el planeta que habitamos y para establecer interpretaciones acerca del pasado y el destino de nuestra especie. El primero de ellos significó el final del enfrentamiento armado más devastador que ha experimentado la humanidad: la Segunda Guerra Mundial, que según estiman los historiadores sumó un total aproximado de 50 millones de muertos durante los 6 años de contienda. Como recordaremos, la rendición de Japón ocurrió luego del lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, es decir, luego de la proclamación del poder de la ciencia aplicado a la guerra mediante la consolidación de la energía atómica como fuente de un poder nunca antes visto.
De todos es sabido que gran parte de los desarrollos tecnológicos de la época y quizá de la historia humana han sido resultado del enfrentamiento bélico: el submarino (1898), el aeroplano (1903), las armas químicas y biológicas (1915), el radar (1935), el helicóptero (1936) y otros artificios más que fueron pensados para triunfar en los aires o los mares antes de tener un destino diferente: el estratégico, comercial masivo o científico. Con todo, no deja de sorprender el que justamente ese pensador de la ciencia tan celebrado en la era reciente, Albert Einstein, a pesar de sus discursos pacifistas posteriores, haya sido justamente quien llamara la atención del presidente estadounidense de aquel entonces, Roosevelt, mediante una comunicación por carta remitida un mes antes del inicio de la guerra en 1939, acerca de las investigaciones realizadas por Enrico Fermi y Leo Szilard según las cuales el uranio podría convertirse en una nueva e importante fuente de energía susceptible de utilización militar.
En efecto, el resultado de la competencia científica que se había establecido entre los dos grupos en disputa: los aliados y los nacional socialistas unidos a Italia y Japón, le enseñaban al mundo la tragedia que tan anhelado conocimiento podía propiciar. El año: 1945; el número de víctimas en las dos explosiones: 250.000; la lección para nuestra especie: éramos, por primera vez en la historia, capaces de acabar con nosotros mismos.
Los grandes vencedores de aquella guerra: Estados Unidos de América y la Unión Soviética, se repartieron gran parte de la geografía del combate, sin embargo, fueron los estadounidenses los encargados de saquear la mayoría del conocimiento científico dispuesto en miles de archivos, junto con las decenas de personas que lo habían propiciado, principalmente en Alemania, que para entonces era la nación más desarrollada en el asunto. Entre el grupo de científicos sonsacados estaba Wernher von Braun, uno de los artífices de la carrera espacial, que enfrentaría a las nuevas potencias del planeta por el desaforado intento de alcanzar el espacio exterior. von Braun fue la persona encargada de desarrollar los cohetes V2 para el Fürer, fabricados para arreciar el fuego desde las costas francesas, principalmente sobre la ciudad de Londres. Estos mortales objetos serían paradójicamente el principio que utilizarían Estados Unidos y la Unión Soviética para desarrollar la cohetería que les permitiría abandonar la biosfera; de hecho Von Braun y su equipo fueron encargados de diseñar el cohete Saturno V de la NASA, origen de tan ambiciosa empresa.
Esta circunstancia nos lleva por extraños caminos al segundo acontecimiento: el viaje a la luna, o para no ir muy lejos, el primer viaje tripulado al espacio exterior. Este ocurrió en 1961 con la misión Vostok I, y estuvo a cargo de un equipo soviético del que posiblemente recordaremos al cosmonauta Yuri Gagarin. El viaje a la luna fue obra de la maquinaria estadounidense, auxiliada por el ya mencionado contingente alemán, en 1969, a bordo de una nave llamada Apolo 11. El ser humano había hecho posible, con algunas salvedades, el intento mítico de algunos pueblos por alcanzar el cielo, en esta ocasión a través de una torre de Babel metálica.
Se dice que las evidencias de estos viajes espaciales fueron una de las razones que desencadenaron los movimientos verdes planetarios, otra fue según Donald Worster, célebre escritor de la historia ambiental, la explosión de la primera bomba de fisión nuclear en Jornada del Muerto, a 80 kilómetros de Alamogordo, Nuevo México, el 15 de julio de 1945 (1989, p. 6). Nuestra especie podía contemplar su fragilidad desde el espacio por medio de las imágenes captadas mediante cámaras fotográficas y de video, enfrentando así el desconsolador panorama que le ofrecía la ciencia: éramos, a pesar de tantas rabietas, solo un punto minúsculo en el espacio, circundando eternamente una estrella aún joven, en uno de los trillones de sistemas solares del universo; y esa esfera azul era nuestro hogar, el único posible de momento.
La imagen de nuestro planeta visto desde afuera, anticipada primero por Ptolomeo y luego por Giordano Bruno, establece esa consideración del equilibrio que pervive aun en los mitos de algunos pueblos antiguos como los U`wa, asentados en la Sierra Nevada del Cocuy, en Colombia, quienes hablan de tres mundos inferiores y tres superiores, cuyo centro es un mundo más, de color azul y adecuado para la vida, ese mundo que llamamos Tierra.
Esto nos lleva al tercer evento planteado: la “conquista” (colonización, encuentro de culturas o como quiera llamársele) de América. Con un poco de imaginación entenderemos lo que significó para la sociedad europea del siglo XV el advenimiento de un lugar que pareciera existir entre la realidad y la fantasía. Este “hallazgo” transformaría no solo las nociones de la geografía sino también las ideas acerca del poder y la alteridad en ambos continentes. América era ese territorio que condensaba el sueño de la posesión a ultranza, el espacio que ampliaba los horizontes de lo habitable. Tal es así que en no pocas ocasiones se ha comparado este evento con el viaje a la luna, solo que en este caso América podía poseerse, era alienable y las justificaciones para ello procedían de una mirada determinista surgida de la religión y la razón. En este punto sería interesante figurarse qué hubiera sucedido si la luna tuviese materiales “valiosos” y explotables según nuestra particular manera de evaluar lo existente, tal como sucedió en América.
La instauración de la ingrávida bandera estadounidense en el frío casquete lunar tuvo su parangón durante la conquista española, cuando los recién desembarcados se adjudicaban la posesión de cuanto lugar hallaron, mediante un acto entre civil y religioso que dejaba consigo la escritura de documentos de propiedad que imponían nuevos nombres en donde ya existían otros e implantando la lógica de su lengua, su dios y su relación con la tierra. De esta manera, América fue la palabra con la cual se nominó a esta vasta extensión de territorio, dada en honor del marinero Amerigo Vespucci, quien junto con sus expediciones confirmara la existencia de un nuevo continente.
La razón que integra estos tres hechos históricos en el siglo XX se llama historia ambiental, un campo de la ciencia a medio camino entre las ciencias naturales y sociales que se empezó a establecer en la década de 1970 en los Estados con la creación de la American Society for Environmental History (1975), como una reacción científica ante el poderoso movimiento ecológico popular sucedido a finales de los años sesenta.
Recordaremos a la generación de los sesenta como la última experiencia humana occidental consciente que planteó su posición respecto a la guerra colonialista de manera fehaciente en dos de los mayores centros de poder planetario: USA (guerra de Vietnam todavía en curso 1958 - 1975 ) y Francia (guerra consumada de Argelia 1954 – 1962 cuyas tesis tercermundistas derivadas de ella, salieron a la palestra durante el mayo parisino). La juventud de los años sesenta reclamó los derechos de la mujer, cuestionó el poder y la relación con el entorno vivo, y además dio una mirada respetuosa al pensamiento oriental y al de las comunidades indígenas americanas. Así mismo, fue esta generación alucinada la que pidió explicaciones ante los fracasos de la modernidad y la idea errónea de que la ciencia lo podía todo, incluso prescindir de la naturaleza misma.
Los tiempos han cambiado. De alguna manera nos acostumbramos a la comodidad del sistema reinante; comodidad para quienes podemos percibirla en diferentes escalas dentro de los centros urbanos, esos escenarios de la civilización que se han convertido en meros consumidores de alimento y combustible fósil. Hoy estamos claramente lejos de algo que el mismo Worster insinuara como el posible programa revolucionario del ecólogo, el más reciente de los profetas de la ciencia (1989, p. 9). La explicación del fracaso de la ciencia proviene entonces de la misma ciencia, a través de la historia ambiental, que ha dejado sus intenciones de cambio a un lado para dedicarse a emitir juicios históricos, de los cuales el más memorable ha sido justamente el que significó la conmemoración del quinto centenario del inicio de la colonización de América en 1992.
Hablamos entonces de una limpieza política con respecto al pasado, en la cual se intenta demostrar que este proceso no fue tan vandálico como en ocasiones se solía pensar. De momento la bibliografía enseña principalmente el caso mexicano: prácticas culturales precolombinas en varios lugares de América (Denevan: 1992), el Bajío (Butzer y Butzer: 1997), Michoacán (Endfield y O´Hara: 1999), Verazcruz (Siemens: 1999). Estas investigaciones apoyadas en muestras palinológicas y sobre todo en archivos del período colonial español, exponen cómo las tierras mencionadas tenían ya degradación ambiental antes de la conquista y cómo el colapso de la población ocasionado por obra de la biota portátil colonizadora[1] (enfermedades como la influenza, la viruela, el sarampión y la peste) permitieron la recuperación de la naturaleza hasta mediados del siglo XVIII, cuando la población indígena empezó a recobrarse.
Esta controversial posición le da un giro a la historia que conocíamos y ofrece una mirada cuando menos extraña en la cual los campos cambian su poblamiento de indígenas a ganados, hecho este que se ratifica en el presente como un comportamiento colonial que sobrevive en tierras latinoamericanas: la posesión de grandes extensiones de tierra por parte de terratenientes que han despojado a pequeños propietarios indígenas y colonos mestizos para cimentar sus emporios ganaderos, que hoy son una de las principales amenazas para los bosques tropicales en Latinoamérica[2]. Con todo, resulta fundamental pensar de qué manera las versiones que dan lugar a esta nueva historia, fueron desarrolladas a partir de documentos incompletos cuya única perspectiva es precisamente la del colonizador, quien registra la disputa de terrenos en la cual siempre o casi siempre, los nativos llevaron la peor parte.
A este respecto recuerdo que alguna vez una amiga alemana me relató un momento de su vida que me resultó asombroso: cuando tenía quince años (1985) se enteró por casualidad de lo sucedido con los judíos en su país durante la Segunda Guerra Mundial. Me dijo que se había enojado con sus padres porque nunca se lo contaron. Sin embargo, no fueron solo sus padres, fue la sociedad entera quien le ocultó esa verdad. Callar era no solo olvidar sino hacer de cuenta que aquello no había sucedido. Me pregunto si esta misma clase de olvido voluntario pueda sernos beneficiosa en nuestra difícil tarea de mantener la vida humana en el planeta.
Si bien, hacer generalizaciones puede hacernos fácil presa del maniqueismo, también es cierto que los pueblos antiguos de América pervive en comunidades que continúan en diversos grados con sus lenguas y tradiciones a lo largo y ancho del continente. Sus prácticas son, en gran parte de los casos y de manera evidente, más equilibradas y sostenibles que las nuestras, y eso en sí mismo es una evidencia que valdría la pena considerar, sobre todo cuando de estas comunidades se habla más, en nuestros contextos, desde la perspectiva museística arqueológica, que desde la rayana realidad que los ubica en una ya tradicional posición de sometimiento y abuso.
A propósito, Vicente Bellver Capella refiere tres grandes corrientes que estudian las relaciones entre el ser humano, la tecnología y la vida en general; son ellas la tecnocrática, la biologista y la personalista. La tecnocrática procede de los países anglosajones y estima “el valor incondicional del ser humano autónomo y la negación de la naturaleza como una realidad dotada de un significado que el ser humano pueda comprender y del que obtenga orientaciones para su actuación” (2001). Según esta postura el único límite del ser humano es la libertad de los demás y en caso de daño ecológico la tecnología sería dispuesta para resolver dicho problema.
Las siguientes líneas resultarán obvias pero aún así las referiré: el resultado del malestar ecológico solo puede surgir de una cultura que no encuentra una comunicación con el entorno vivo a partir de la cual pueda modular sus formas de comportarse. La complejidad de este asunto radica en que habitamos una paradoja: podemos disponer de los recursos que nos brinda el planeta como especie privilegiada por el pensamiento, pero al mismo tiempo debemos asegurarnos de mantener los ciclos que permiten su regeneración[3]. El problema reside entonces en la manera como la mirada científica ha ido perdiendo comunicación[4] con la vida no humana, al cabo de tener un comportamiento utilitarista y objetual respecto a ella.
Un caso gráfico de esta relación es apreciable en la división territorial política de los Estados Unidos de América; ésta parece trazada con regla, no parece haber en ella señal alguna de las manifestaciones de la geografía, sino de la razón impuesta a destajo sobre la naturaleza. Acerca del límite de la posición tecnocrática, que propone una postura gerencial y dictatorial en lugar de una verdadera política, incluyente del consenso y por tanto de la diferencia, es evidente que la libertad “de los demás” que determina los límites de las acciones tecnocráticas anglosajonas no es la de la otredad, es tan sólo la de “los demás” que son ellos mismos. Por esta razón los sistemas de gobierno regidos por dicho sistema de valores intervienen tan fácilmente en la ecología de otros países, sin el menor asomo de rubor y sin investigaciones, de por medio, acerca de sus propias responsabilidades, que les den un aval ético para hacerlo. Mencionemos a manera de ejemplo el caso del compuesto químico denominado glifosato, que se utiliza desde hace ya varios años en territorio colombiano para erradicar los cultivos de coca. Este producto desarrollado por la compañía Monsanto, misma que diseñó el agente naranja con el cual los Estados Unidos bombardearon a Vietnam durante la guerra, no es biodegradable como puede leerse en su etiqueta, fue prohibido en los autodenominados “países del primer mundo” porque arrasa los cultivos, envenena las fuentes de agua y produce daños genéticos.
Charles Morris es conocido como uno de los gestores del movimiento Arts and Crafts en la Inglaterra de finales del siglo XIX. Este personaje junto con un grupo de ideólogos y artistas planteó la posibilidad de resistir al ya instituido imperio de la máquina; su propósito era volver a la acción manual propia del artesanado como una práctica humana valorable y necesaria. Surgía entonces la disidencia del espíritu industrioso del capitalismo en su más íntimo reducto. Quizá una explicación parecida pueda dársele a la aparición de la historia ambiental en el país más lesivo para el medio ambiente planetario, allí donde las empresas de publicidad determinan una concepción de la vida que dirige los hábitos hacia el incremento inconsciente y desproporcionado del consumo. Este foco de resistencia (me refiero a la historia ambiental) es altamente político, por todo lo que pueden significar los resultados de las investigaciones que deriven de su campo, para la sobrevivencia planetaria y, por ende, para los intereses del poder y, por tanto, de los poderosos.
Otra manera de entender el surgimiento de la historia ambiental pudiera ser la justificación científica de la ciencia, en un planeta que no recibe de manera equitativa ni sus beneficios ni sus malestares. Recordemos los países no desarrollados[5], donde los países más industrializados llevan sus letales residuos, esto por no mencionar a los mares e incluso al espacio. Recordemos las pruebas biológicas y farmacéuticas que este mismo grupo de países ha llevado a cabo de manera antiética en países pobres.
La ciencia ha servido al ser humano para responderse preguntas acerca de la realidad, para mejorar las expectativas y la calidad de la vida, para acelerar procesos de producción y para preguntarnos profundamente hasta qué punto debemos llegar. El conflicto una vez más resulta ser, no el evento de la realidad hallado sino su uso, su pertinencia para la sociedad.
J. McNeill, otro de los autores obligados de la historia ambiental menciona en uno de sus textos la ecología de la pobreza planteada por Joan Martínez Alier, para el caso del Perú, donde según él, los campesinos empobrecidos por necesidad más que por compromiso ideológico llevan formas de vida ecológicamente prudentes. Esta misma idea, dice McNeill, armoniza con estudios simultáneos realizados en la India (2003, p.18). Subdesarrollo y pobreza pareciera ser un binomio que diera como resultado actitudes ambientales favorables, sin embargo, son conocidos algunos casos latinoamericanos en los que la naturaleza es depredada debido a la exclusión social y a la inexistencia de políticas que permitan la supervivencia de la población a través de actividades saludables para el medio ambiente, tal como lo señala Tim Allmark cuando expone la casi total dependencia económica latinoamericana de la exportación de materias primas y semiprocesadas, en un contexto de integración global y bloques de libre comercio”. (2002, p. 404)
El mismo J. McNeill plantea tipos de historia ambiental, aventurando elementos sobre los cuales pudiera generarse un diálogo tendiente a resarcir los daños. Menciona el enfoque material, relacionado con los cambios en los ambientes físicos y biológicos y la forma como esos cambios afectan las sociedades humanas. Seguidamente habla del enfoque cultural-intelectual, que refiere las representaciones e imágenes de la naturaleza en las artes y las letras, la manera como han evolucionado y lo que revelan acerca de la gente y de las sociedades que las han producido. Finalmente plantea un enfoque político que aborda las leyes y políticas de estado que se relacionan con el entorno natural. (2003, p. 13)
La llamada ecología de la pobreza plantearía de inmediato su antípoda, la ecología de la riqueza. A ésta pudiéramos definirla por oposición, como aquel comportamiento ideologizado o no, que deriva en relaciones inviables para la preservación de los recursos naturales. Nuevamente pudiéramos anteponer excepciones posibles a la regla, aduciendo que grupos de personas con riqueza material pueden tener comportamientos amigables con el entorno vivo. Esta objeción pondría de por medio los planteamientos material, cultural-intelectual y político propuestos por McNeill. Quedémonos de momento con los dos últimos, ya que es evidente que el primero es un resultado de los subsiguientes.
La cultura y su cosmovisión es sin duda un buen referente para interpretar las relaciones ambientales, sin embargo, es necesario considerar el poder que tienen la instituciones políticas para moldearla, cuando no para forzarla. El sistema económico imperante en casi todo el planeta es el capitalismo, ligado profundamente a los desarrollos de la ciencia desde el surgimiento de la revolución industrial y al consabido ascenso de la clase burguesa.
Cuando nos preguntamos por el grado de objetividad que puedan tener los medios de comunicación actuales, estando ligados como están a los grandes grupos económicos, pudiera resultar revelador para quien nunca lo pensó, el saber que en ellos no puede circular ninguna información que pudiera ponerlos en cuestión. Así mismo es posible reflexionar acerca del caso de la ciencia. Son los poderes de ciertos grupos económicos los que invierten grandes sumas de dinero en investigación, que es la semilla de la futura riqueza, de los cambios tecnológicos, de los nuevos apetitos humanos. Esta relación, cuando menos viciosa, dirige la percepción que el habitante común pueda tener acerca de lo que comúnmente se dice de aquello que resulta o no lesivo para el medio ambiente.
Las culturas se imponen unas sobre otras mediante diversos instrumentos de dominio, refiramos como ejemplo los sistemas económicos, de comunicación y políticos. A la luz de esta reflexión no resulta difícil trazar una línea más o menos constante entre las sociedades colonizadoras de la historia reciente (Inglaterra, Francia, Portugal, España, Alemania) y las sociedades colonizadas (toda África, toda América, toda Australia y parte de Asia). Es de esta manera como la idea ecológica de la pobreza y la riqueza resulta ser un poco más clara.
Un maestro de las matemáticas en Colombia, Carlo Federicci, comentó alguna vez con el Almanaque Mundial en la mano y para hacer visibles las relaciones políticas en la actualidad, la diferencia en la ingesta de calorías que existe entre algunos países del mundo. Señalaba las 3700 calorías diarias promedio de los Estados Unidos en relación a las 1700 de Afganistán, por no mencionar casos más deplorables (para vivir de manera normal son necesarias entre 2700 y 3200 calorías diarias). En la mayoría de los países de África la expectativa de vida es de entre 40 y 50 años, mientras en la mayor parte de los demás países el promedio está por arriba de los 70.[6] Ejemplos de este mismo talante pudiéramos realizar en torno a otras variables, sin embargo, resulta fundamental decir que en ninguno de estos casos la ventaja numérica sería el signo de un sistema económico elogiable.
A este respecto, como un intento de explicación acerca de lo que sucede en el planeta mencionaremos el siguiente dato: el 20% de la población mundial consume el 80% de los recursos naturales mundiales[7]. Ese 20% corresponde a los países desarrollados, industrializados o ricos. Estas poblaciones han perdido la medida. Estas poblaciones se han establecido sobre pasados colonizadores de usufructo atrabiliario y violento. Estos países pregonan la bandera de la ciencia como fuente de la libertad del ser humano y como una gran verdad deseable y necesaria para todos.
Dice J. McNeill: “Los historiadores podrían ayudar … revelando la existencia de sociedades que en el pasado hayan manejado sus relaciones con el medio ambiente más exitosamente.” (2003, p.16). Sin embargo, resulta básico decir que ningún cambio parece posible si los holgados sistemas de vida experimentados por los países desarrollados no son puestos en cuestión. La permanente novedad tecnológica y el hiperconsumo son las huellas negativas de la ciencia aplicada de manera masiva, y sus usufructuarios son personas cada vez más ligadas a la holgura y el despilfarro.
Otro problema que resulta inminente después del boom de la generación de la segunda postguerra es el de la población descontrolada del planeta. En el pasado pudieran considerarse como estrategias ecológicas de la naturaleza para su control: las enfermedades, la tecnología precaria, y algunos mencionarían incluso los enfrentamientos armados. La institución de la humanidad que se ha otorgado derechos (no deberes) se ha fundado sobre el respeto y preservación de la vida humana (no de las demás vidas). Nuestra especie se erige sobre otras sin el menor asomo de culpa, expandiéndose debido principalmente a los logros tecnológicos, que le han permitido romper el nexo que en el pasado le unía de manera directa al entorno.
Una pregunta de Worster que por obvia no debería ignorarse, pudiera ser el punto central de cualquier reflexión acerca del medio ambiente: ¿Cuántos seres humanos puede soportar la biósfera sin experimentar un colapso bajo el impacto de la contaminación que producen y el consumo que realizan? (1989, p. 44). A la respuesta de esta pregunta pudiéramos anticiparle los matices: relación cultural del ser humano con el entorno, noción de humanidad como parte de la naturaleza y sistema ético colectivo.
Alguna vez un indígena de la huasteca mexicana me contó como los tének se refugiaron en las montañas para no ser utilizados por las tropas que iban reclutando gentes para combatir durante la Revolución Mexicana. En Colombia, muchos indígenas son obligados a combatir en los bandos de la guerrillera o del ejercito nacional. Con estas historias quiero introducir la idea de campesino como no necesariamente un bienhechor de la tierra. En los campos colombianos se libra una guerra desde mediados del siglo XX en la que los combatientes, como siempre sucede, tienen claros sus intereses. La relación humilde con la tierra, digamos respetuosa, difícilmente hace parte de este panorama. Hablamos necesariamente de una herencia que concibe la posesión “a la mala” en beneficio de unos cuantos individuos. Así fue como se amplió la frontera de la llamada civilización sobre los “desiertos”, es decir los lugares poblados por la “indiada” o la “negramenta”. Estos seres “incultos”, sin embargo, representan uno de los pocos ejemplos de comunidad que resisten el embate de las alambradas y la asunción de los recursos naturales como mercancía explotable.
La mercantilización de lo natural es una de las razones que los poderosos, de la mano de una ciencia puesta a la venta, quieren imponer, con el fin de hacer de la tierra lo que no es: plantas y animales bombardeados genéticamente para incrementar la producción y obtener propiedades que tardarían más tiempo a través de medios naturales, semillas artificiales que no se regeneran, impacto químico sobre la tierra difícilmente reversible, deforestación y desviación de fuentes naturales de agua entre otras acciones, que malogran los recursos insustituibles de las siguientes generaciones. La riqueza de la naturaleza no tiene dueños porque debe alcanzar para todos, esto es, para nosotros y para los que siguen después de nosotros.
La bioética es definida por Bellver Capella como la parte de la ética que trata del modo en que las tecnologías deben aplicarse a la vida humana y no humana (2001). En ese sentido la bioética, la ecología, la historia ambiental, la sociología ambiental y otras disciplinas del conocimiento hacen parte de lo que Edgar Morin denominara ciencias con conciencia (Aguilar y Torres, 2006, p.10), y para decirlo de manera más comprometedora, ciencias con responsabilidad ética ante la sociedad.
Hemos escuchado de ecocidios y genocidios socialistas y capitalistas, del arma de doble filo que representa el desarrollo científico, del deseo antiguo que tienen unos por imponerse a los otros. La historia ambiental debe ser en este panorama, una ciencia de la imparcialidad, que ha de ocuparse de la revelación del pasado y de la proposición y la posibilidad de futuro. La historia ambiental tiene compromisos con la vida y por ello debe ser ante todo, una disciplina cuya ética sea inviolable. La historia ambiental puede considerarse, además, como la respuesta de la ciencia ante el desencanto de la ciencia.
Finalmente, acerca de la idea de desarrollo sostenible, crecimiento económico, aumento en la calidad de vida, quisiera referir un hecho innegable en la naturaleza: un árbol no crece de manera desmesurada al punto de hacer insoportable su peso al arraigo de las raíces. La naturaleza, por el contrario, ofrece una enseñanza elemental: la del crecimiento y el decrecimiento cíclicos, rítmicos; solo así es posible la sucesión de las cosechas, las mareas, es decir de la vida. De esta manera es como unos seres vivos ofrecen su lugar a otros para que la historia vuelva a contarse. Así mismo, pudiéramos pensar en una manera menos altisonante de existir sin rebasar un punto crucial, que cada vez pareciera más cercano e ineludible.
Quizá el panteísmo y el animismo, existentes aún en algunos de los pueblos antiguos del mundo resulten ser, de manera descorazonadora para el occidente desarrollado, maneras más eficaces de coexistir armoniosamente con el entorno; o tal vez, después de todo, el programa científico de la modernidad, inaugurado con Nicolás Copérnico y su teoría sobre el movimiento de los cuerpos celestes, haya determinado el camino ineludible de la humanidad, para comprender los efectos de nuestra mente racional y la inminencia de los límites insostenibles que tarde o temprano habremos de enfrentar.
 
 
 
Bibliografía
Allmark T. (2002). Medio ambiente y sociedad en Latinoamérica. En Michael redclift y Graham Woodgate (Coords.) Sociología del medio ambiente, una perspectiva internacional. Madrid: Editorial McGraw Hill.
Bellver V. (2001). Bioética y ecología. En Gloria María Tomás Garrido (coord.) Manual de bioética. Barcelona: Editorial Ariel.
Glacken C. (1996) “La creación de una segunda naturaleza”. En Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Trad. de Juan Carlos García Borrón. Barcelona: Ediciones del Serbal, pp. 135-164.
McNeill, J.R. (2003) “Observations on the nature and cutlure of Environmental History” History and theory. Theme Issue.
Whitman, W. (1984). Hojas de hierba. Barcelona, España: Edicomunicaciones S.A.
Worster D. (1989) “La era de la ecología” y “la historia como historia natural: un ensayo sobre teoría y método”. En las transformaciones de la tierra. Una antología mínima de Donald Worster. Disponible en: http://www.idea.unal.edu.co/proyectos/histamb1/Worsterespanol.pdf
Worster D. (1989) “Transformaciones de la tierra: hacia una perspectiva agroecológica en la historia”. En las transformaciones de la tierra. Una antología mínima de Donald Worster. Disponible en: http://www.idea.unal.edu.co/proyectos/histamb1/Worsterespanol.pdf
 
 
 


[1] Término desarrollado por Alfred Crosby para denominar los animales y vegetales, cizallas, semillas y enfermedades que puede tener consigo un grupo humano.
[2] http//www.fao.org/newsroom/es/news/2005/102924/index.html
[3] Esta explicación hace parte de lo que Bellver Capela denomina como relación personalista.
5 Entenderemos por comunicación, una relación de mutua codependencia, tal como se plantea en las nociones básicas de la ecología.
6 Visto un poco el panorama, sería conveniente leer de manera fina el término desarrollo como una variante altamente decisoria para el medio ambiente. Quizá el problema no este más en crecer, sino en saber crecer, e incluso en decrecer.
8 http://www.fao.org/docrep/meeting/x1885s.htm#3-a
 
9 Documental Surplus.

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