Compañeras...compañeros...
Unas doscientas personas muertas y setecientas heridas ocasionó el incendio de la disco "República de Cromañón, en la ciudad de Buenos Aires, en la noche del 30 de diciembre de 2004.
La sociedad toda queda herida con hechos como éste y tantos otros que se sucenden sin llegar a los medios..
El diario Clarín del día de la fecha nos cuenta la historia que comparto con ustedes con lágrimas que están bañando mi rostro...
Se trata de una historia que la siento como una historia de vivencias de amor...
Mi abrazo fraterno en esta tarde de 24 de diciembre...
Julio
Juan y la carta de amor que venció a su tristeza
Perdió a su hija y a su esposa en Cromañón. Y nunca había podido brindarles un mensaje de despedida, porque era analfabeto. Durante 9 meses, un periodista de Clarín le enseñó a leer y escribir. Y el coraje de Juan pudo más que su dolor. Aquí, su pequeño milagro de Navidad.
Juan corre por el hospital. Su princesa se está muriendo. La lleva en brazos, trata de fabricarle oxígeno. La beba tiene 10 meses y sus ojos están cerrados. Juan implora que la atiendan. Rompe un vidrio, está desesperado. No puede leer los carteles, está ciego. De golpe, el silencio los invade. Siguen abrazados, pero dos pulmoncitos de paloma se apagan. La princesa se durmió para siempre.
Luisana Aylén Ledezma fue la víctima más joven que tuvo la tragedia de Cromañón. Allí también murió su madre, Griselda Ramírez, de 22 años. Y sólo se salvó Juan, el papá, uno de los empleados del boliche incendiado hace un año durante un recital de rock, en el que murieron 194 personas.
Juan sobrevivió, pero no es tan cierto. ¿Quién dice que es vida andar por el mundo con el corazón acuchillado?
Desgarrado, sin su princesa, Juan se internó en las oscuridades del dolor. Las cámaras de televisión lo tomaron con el brazo izquierdo vendado por las quemaduras. Fue uno de los primeros en llegar a la Morgue Judicial el 31 de diciembre de 2004, para reclamar los cadáveres.
También fue uno de los primeros en dar testimonio en la causa judicial, donde tuvo que ser asistido por su hermana, porque no podía firmar una declaración que no podía leer.
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—Dénle un trabajo al pibe.
En la Casa Rosada, la voz del presidente Néstor Kirchner sonaba como la voz de Dios.
Los reclamos de familiares de las víctimas podían convertirse en un problema político. Había que descomprimir la tensión.
—¿Cómo te llamás? —le preguntaron a Juan.
—Juan Domingo Ledezma— contestó. Juan Domingo, como el general Perón.
La orden superior enseguida encontró eco. El "pibe", de 19 años, fue contratado como empleado de la Secretaría General de la Presidencia. Un funcionario lo acompañó hasta el shopping Abasto y le compró un traje, camisa, corbata y zapatos. Sus compañeros lo recibieron bien, pero algunos encendieron su egoísmo ¿Y cuánto va a ganar? ¿Es cierto que no sabe leer ni escribir? ¿Cómo andás, "Cromañón"?
Había que reforzar el rescate. Juan sólo fue a la escuela hasta tercer grado y había olvidado lo poco que aprendió. Una coordinadora de estudios de los empleados públicos lo sumó a la lista de alumnos de 2005. Y el Ministerio de Educación ofreció enviarle un alfabetizador.
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En 18 años de periodismo, la mitad de mi vida, aprendí que el destino suele preparar emboscadas. Uno puede ir hacia un lugar seguro, pero de pronto, algo que nos empuja a cambiar de dirección. Hace más de un año preparaba una nota sobre la Campaña Nacional de Alfabetización, que iba a convocar a voluntarios independientes de la política. Para poder contar la experiencia, en noviembre de 2004, hice el curso de capacitación en el Palacio Sarmiento. En Florencio Varela, una beba dormía en el pecho de su padre, debajo de un ventilador. Tenían un amor de caricias y miradas, ausente de palabras. Ella no tendría tiempo de aprender ninguna, ni siquiera "papá".
—¿Y qué te parece si te ponés al frente de un curso, hay siete adultos que viven cerca de tu trabajo y tienen ganas de aprender? —me tentaron.
Tenía que reacomodar horarios, suspender actividades y pasar más tiempo fuera de casa. Mi hijo, de cuatro años, me sorprendía con la lectura de las primeras letras. Corría el riesgo de perderme esos momentos.
Ya parado al lado del pizarrón, con historias de pobreza que me miraban desde los pupitres, era tarde para arrepentirse. Sólo tuve tiempo para renunciar por escrito a los viáticos de 50 pesos que daban por mes. Luego de nueve encuentros, con el curso avanzado y los alumnos toreando a la ignorancia, recibí un llamado inesperado, que denotaba suma preocupación:
—Tenemos un caso muy delicado, un sobreviviente de Cromañón que perdió a su esposa y a su hija, y no sabe leer ni escribir. Es un pedido especial del Presidente... ¿vos te animás?
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Juan y Griselda se conocieron en una marcha piquetera. Ella tenía 18 años; él, 16. Caminaban por la autopista de Avellaneda al Centro, en busca de justicia social. Encontrarían algo mejor.
—¿Cuánto que le robo un beso? —les apostó Juan a sus compañeros de pechera amarilla, de la agrupación de Raúl Castells.
Nadie recuerda el petitorio político de ese día, pero sí que el amor entre Juan y Griselda quedó sellado a la altura de la avenida Caseros.
Quedaron envueltos por el dulce olor a galletitas Bagley, de la planta de Barracas, que al tiempo cerraría.
El 6 de febrero de 2004 nació la princesa Lali. "Vino con la sonrisa dibujada, hasta cuando dormía sonreía", la recordaría tiempo después su papá.
Aylén, Griselda y Juan solían dormir la siesta juntos y abrazados, debajo de un ventilador. Los tres estuvieron un rato juntos el 30 de diciembre del año pasado, en el boliche donde tocaba el grupo de rock Callejeros, pero Juan tenía que trabajar. Quedaron en verse después. Sólo que, a veces, el amor se interrumpe cuando uno menos se lo espera.
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No fue fácil empezar las clases. Juan faltó a las tres primeras citas, se escabullía y el resto del curso avanzaba, lo que iba a complicar su adaptación. Decidí ir a buscarlo, adonde fuera.
El encuentro inicial se dio en Somisa, un edificio de acero y vidrio pensado para una Argentina industrial, pero que se había convertido en oficina burocrática del Gobierno. Comenzó entonces una suerte de cátedra itinerante, que iba a gastar nuestras suelas. Nos veíamos en el sindicato de los porteros; sobre la avenida Belgrano practicábamos la "B"; caminábamos hasta el Ministerio de Desarrollo Social para descifrar el destinatario de los sobres que le habían encomendado llevar; le mostraba el lugar exacto donde Evita, con "V" corta, había renunciado al poder; nos parábamos frente a carteles de una manifestación y mirábamos los titulares de los diarios en Paseo Colón. Nada alcanzaba.
De entrada, Juan recibió el consejo de no firmar nada, para no meter la pata, y su primera tarea fue pintar las rejas del helipuerto presidencial. La brocha gorda le ganaba al lápiz.
Pese al empeño que ponía, a Juan le costaba el abecedario, las sílabas, las palabras y las oraciones. Encima, cada tanto volvía a faltar. Yo me desanimaba. Hasta pensé en abandonar. Por suerte, el destino nos iba a enredar otra vez. Fue cuando Juan me tendió su cuaderno para preguntarme:
—"Lali" ¿se escribe así?
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Nuevo plan: decidí darle clases de apoyo en la Casa de Gobierno. De ahí no se me podía escapar, porque iba en su horario de trabajo.
Al principio, las chicas de la recepción de Balcarce 24 no entendían: "¿Cómo que viene a enseñarle a una persona a leer y escribir?, ¿acá?", me interrogaban. O me pasaban con el interno de otro Ledesma, con "s", asesor del jefe de Estado.
Juan venía a buscarme y juntos subíamos al primer piso. Entrábamos por una puerta del Salón de los Bustos que recordaba a la Década Infame, ya que a los costados estaban los yesos presidenciales del general Agustín P. Justo (1932-1938) y del radical alvearista Roberto Ortiz (1938-1942).
Alfombra roja, 42 escalones y llegábamos a Ceremonial, donde un funcionario de vieja data y buena onda, Jorge "Chiche" Aldea, nos prestaba su despacho. La Casa Militar ofrecía una videocasetera para que Juan pudiera ver las clases filmadas de la Campaña de Alfabetización. El secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, lo paraba en los pasillos para preguntarle si aprendía. Y los compañeros de oficina lo ayudaban.
Un día, Juan se olvidó el cuaderno y agarró el primer papel que tenía a mano. Fue la primera vez en la historia de la educación argentina en que la diferencia entre la "Ll" y la "Y" se estudió sobre una hoja con el escudo patrio en relieve y la leyenda "Presidente de la Nación".
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La carterita de Juan se parece a su vida. Agujeros, cierre gastado, recuerdos sueltos, lugares vacíos. La perdió en el colectivo, pero un empleado del Ministerio de Economía la recuperó y se la devolvió. En plena clase empezó a revisarla, cuando, de repente, sobrevino otra señal: el chupete rosa de Aylén se salió de la cartera y empezó a rodar sobre el cuaderno de Juan. Cinco segundos se convirtieron en mil años. Sólo los gorriones del Patio de las Palmeras se animaron a chispear.
—¡Cómo me gustaría algún día poder escribirle una carta! —suspiró Juan, quien sin saberlo planteaba el desafío de su vida.
—Yo te voy a ayudar —le prometí, cuando terminé de tragar saliva.
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Lo acompañé al oftalmólogo porque se le cansaba la vista, pero también por miedo a que lo humillaran con el tablero de casitas, manzanas y zanahorias que les muestran a los que no saben leer. En el rincón del disimulo, le expliqué la situación a la doctora de turno, que se animó a probar con el tablero oficial de letras de distintos tamaños. Para nuestra sorpresa, Juan acertó una a una y al llegar a las más chiquitas, respiró hondo y sonrió. La vista estaba bien, pasé a sospechar que era un problema de lagrimales.
Lo bueno fue que empezaban a notarse los progresos de Juan, que ya mandaba mensajes de texto por el celular, escribía el abecedario en la computadora y le prestaba atención a la correspondencia que tenía que trasladar.
—Si seguís así te van a dar un diploma. Hasta Kirchner te va a aplaudir.
—Andá.
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Nueve meses hace que Juan y yo estamos encorvados sobre unos renglones azules, por momentos movedizos, por momentos esquivos. Nueve meses, el tiempo que se tarda en nacer.
Es demasiado tiempo, pero el entusiasmo y la bravura de Juan me dicen que hoy no es un día cualquiera. Más bien me avisa que hoy es "el" día.
—Yo te cuento mi idea y vos me dictás —me asocia a su aventura.
Por supuesto que sí. Juan acaba de cumplir 20 años y ha decretado que el milagro es hoy. Prepara una hoja y me dice que la llevará al cementerio, plastificada, para que no la arruine la lluvia. Saca una birome, agacha la frente y escribe:
Lali, mi amor:
Anoche pensaba que ya pasó casi un año que no te tengo. Todavía me cuesta creer que haya pasado lo que pasó. Todavía me levanto a la mañana y te busco por la casa es como un flash. En ese segundo siento que estás conmigo, pero enseguida te me vas. Me pasa lo mismo con tu mami.
De a poco estoy tratando de salir adelante y aprendí a escribir para poder hacerte esta carta.
Este primer año sin ustedes va a ser muy duro, pero por suerte recibí mucho cariño de la gente y me estoy levantando. Esa noche, mi alma se fue con ustedes, pero cada día yo siento que están adentro mío, muy cerquita de mi corazón.
Las extraño mucho y por siempre las voy a amar.
PAPA JUAN