Publicación semanal difundiendo noticias y sentipensares que visibilizan y anuncian un Mundo Saludable con Alegremia y Amistosofía
5 de Diciembre de 2018
Nro. 251
ABUELO FUEGO
El Abuelo Fuego, además de en un montón de otros lugares y otros pechos, vive en un lugar mágico, fuera del mundo, que se llama Las Dalias, en Camet, antes de la entrada a Mar del Plata.
Lo llama así –Abuelo Fuego- el dueño de casa, un chamán nacido en El Líbano, poeta, dulce, amistosófico, excelente anfitrión con aspecto de duende, que decidió aislarse para no estar solo nunca más: esto es: vivir en la mejor compañía posible, que es la propia y riquísima soledad, y rodearse de amigos cuando su corazón así lo sintiera.
La construcción de la casa me recordó la de Neruda. Felipe (que así se llama) cuenta que calculó con una brújula el recorrido del sol como para que éste rodeara su cama. En uno de los grandes árboles hay una especie de balcón, desde el que muchas veces se dice poesía y se canta. Y al fondo del terreno una gran choza aloja a quienes quieran quedarse a dormir.
Allí, en ese punto encantado del planeta, sembrado de habas, menta y muchas otras hierbas deliciosas, celebré la segunda parte de mi cumpleaños, asociándome a varios cumpleaños más del mes de octubre, entre mis amigos poetas.
Estuvimos trece horas juntos, unas treinta personas, incluyendo niños que, lejos de disturbar, se sumaron con toda naturalidad a la armonía.
El tiempo transcurrió, en ese jardín-huerto, entre mate, facturas, budines, juegos literarios, afecto y risas. Luego llegó el momento del salame y el queso, y el vinito –obvio-, mientras Felipe cultivaba el fogón, lo avivaba, le daba forma, lo mantenía en su mejor punto. Entonces se empezó a asar la comida, despacito, despacito. Una vez hechos todos los brindis y con las panzas contentas, todos nos callamos la boca. De repente. Sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo. Y la hechicería nos capturó. Únicamente se oían el crujido de las ramitas y las chispas que volaban como mínimas hadas. Nuestro anfitrión invitó a arrojar cada uno una hoja seca y a hacer al Abuelo Fuego un pedido universal. Arrancó mi nieto Joaquín, de 15 años, diciendo: -Que todos los seres del mundo sean como nos sentimos nosotros en este momento. Y la ronda siguió, y se completó, con deseos maravillosos y esperanzadores. Y el Abuelo Fuego y el Mago Silencio iniciaron un diálogo de crepitaciones, al ritmo misterioso del parche que tocaba Felipe, que nos tuvo tildados, extasiados, en trance durante horas. El reflejo de las llamas bailando en las caras, en los colores penumbrosos. El fresco de la noche aliviando el ardor. La hora perfecta. Serenidad en los corazones. Hasta que suavemente se impuso el momento de irnos, repartir medios de transporte y abrazos con lágrimas titilando en los ojos.
Eso viví, eso vivimos, como una experiencia irreversible de amor y comunión. Se lo conté a Matías. Matías me pidió que lo escribiera como un relato para su abuelito y su publicación alegrémica. Me gustó mucho escribirlo. Y compartirlo con todos.