Crónicas de Vivencias » Jueves de Visita - Vivencias durante la Dictadura Militar 1976 - Graciela Berton

Última actualización: 24/03/2012

JUEVES DE VISITA

Graciela Berton (*)

¡Guarda con los callos!, se escuchaba la exclamación de Mirna, y todas respondíamos con un coro de risas, al tiempo que tratábamos de “salvar los callos” de la marcha furiosa con la que patrulleros y diversos móviles policiales entraban y salían de la Unidad Penal de Santa Rosa.
Ella tenía ese don, ese poder de arrancarte una sonrisa hasta en los momentos más difíciles, esa energía positiva invencible.
Nos reuníamos cada jueves en la entrada de la colonia y esperábamos que nos fueran llamando de a una. Pero antes de ingresar totalmente, teníamos que pasar por “LA MANO”. Yo le había puesto ese nombre, ya que todo el procedimiento de la requisa se reducía y concentraba en
esa mano inmunda e inquisidora que no dudaba en escudriñarte los rincones más íntimos… ni siquiera cuando tenías el período. Una mezcla de asco y vergüenza ajena te subía por el estómago, y ella, la mano de turno, parecía complacerse.
Lo más terrible era ver que esa mano ni siquiera se detenía frente al moisés del bebé de Anto o los pañales… ¿Qué pensarían que escondíamos? Para mí era un enigma saber qué le pasaba por la mente a toda esta gente que nos “controlaba”.
También recuerdo las extrañas restricciones acerca de los elementos que estaba permitido ingresar, de las que recuerdo las tres que más me impresionaron: bananas (escondido en la cáscara, se podía camuflar un elemento cortante), dulce de membrillo (por su efecto corrosivo),
ropa de color azul (para no crear confusión entre detenidos y personal). A mí, todo eso me resultaba muy ridículo. Me imaginaba, por ejemplo, a mi papá vestido a rayas frotando durante 10 años un pedazo de dulce de membrillo contra una reja, hasta lograr quebrarla por oxidada. ¿De qué siglo datarían esas reglamentaciones? ¿Estarán vigentes todavía hoy?
Pero sigamos con la rutina de los jueves.
Una vez que todas/os habíamos pasado por la puerta y la mano, nos guiaban a través de canteros, arbustos y edificaciones hasta una sala bastante amplia. A esa altura, la excitación iba en aumento y los sentimientos eran encontrados: por un lado, las ganas, acumuladas
durante una larga semana, de ver a nuestros seres queridos y, por el otro, la obligación de no flaquear y dejarnos llevar por las lágrimas al verlos. “No podés llorar, no podés llorar, no podés llorar… tenés toda una semana para hacerlo, después que termine la visita.”
Y, siempre de improviso, avistábamos a un celador y, detrás, el grupo de esos compañeros en desgracia que llegaba, feliz, a “la visita”. El nudo en la garganta daba paso a una exclamación de tremenda alegría y todos/as nos confundíamos en una maraña de besos, abrazos, palmadas cariñosas, palabras a medio decir y murmurar, pero sobre todo: ¡contacto humano!
¡Cuánta onda y buena voluntad le ponían ellos a ese encuentro! Quizá alguno venía dolorido después de soportar golpes y torturas; otro, quizá, había pasado una mala noche pensando acerca del destino que le había tocado en suerte… pero llegado el momento de la visita, la
alegría y la urgencia por aprovechar cada segundo superaban todos los malos ratos.
Ahí estaba el Cholo, gigante, que cantaba canciones con ese timbre de barítono; Hugo, que hacía chistes; el Viejo Gil, con sus ocurrencias y su risa estentórea; el Nico y Hermes, con toda la ternura, el Negro… y, por supuesto, “los nuestros”: el grupo de Jacinto Aráuz, unidos como un solo hombre.
Y allí también estábamos nosotros y nosotras, los chicos que habíamos quedado en la línea de fuego, sin comerla ni beberla. Gastoncito y el Fede correteaban entre todos esos “padres” que no paraban de acariciarlos y contagiarse de tanta frescura, Marquito, Nicolás en su limbo de recién nacido, ausente al horror que habían pasado mamá y papá… y la increíblemente dulce hija de Roberto Gil, junto a Hilda, siempre firme y con una sonrisa.
Tanto de un lado como del otro, constituíamos un grupo humano compacto y decidido a disfrutar cada momento de ese encuentro… que nadie nos podía asegurar que no sería el último.
Sólo que, cuando estás feliz, el tiempo corre intempestivamente y cuando menos lo esperábamos, aparecía el celador a dar por terminada la visita. Indicaciones a las apuradas: “traeme tal cosa; intentá contactar a fulano, quizá pueda ayudar; avisale a la familia que no
pudo venir que estamos todos bien…” Y, así como habían llegado, unidos y con el corazón contento, se iban… hasta el próximo jueves.
Nosotras recorríamos en sentido inverso el camino que habíamos hecho antes, entre pollos y gallinas que se arrastraban con las patas atadas y coches que circulaban como trombas en los callejones, hecho que, una vez más, le daba pie a la querida Mirna a exclamar, como a la
mañana: ¡Guarda con los callos!
Nos despedíamos a la salida, hasta la próxima visita, con el abrazo de quienes saben que están compartiendo momentos cruciales.


(*) Graciela Berton es la hija de Samuel Ezel Berton, víctima de la represión en la provincia de La Pampa. Su padre (hoy fallecido) fue uno de los detenidos durante el Operativo de Jacinto Aráuz, que tuvo lugar el 14 de julio de 1976 y en el que participaron fuerzas de la Policía Provincial, Federal y el Ejército, con el propósito de “extirpar un foco de enseñanza marxista y penetración ideológica de la subversión”, centrado en el Instituto Secundario José Ingenieros. Dicho establecimiento educativo fue sitiado, docentes y el Sr. Berton (miembro de la comisión directiva) fueron detenidos, interrogados, secuestrados y torturados.
Este operativo tuvo su origen en 1975, cuando un grupo de vecinos/as del mismo pueblo toma contacto con los servicios de inteligencia provinciales y de la Marina, a los fines de denunciar la “penetración ideológica” de la que estaba siendo objeto la comunidad a través del citado colegio y exigir que se tomen medidas contundentes al respecto.
 
 

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