Sentipensares » La Mujer del parque: relato para una bitácora de árboles - Carolina Cazaux

Última actualización: 19/01/2011

 

 

La Mujer del parque: relato para una bitácora de árboles
 
 
Nadie creía en la flor blanca de la higuera. Nadie creía en que fuese capaz de conceder deseos la única noche que aparecía: el 24 de diciembre a las cero horas en punto, justo al comenzar el 25.
Teníamos que ir, atravesando el parque de mi casa, con las copas llenas del brindis, y buscarla. Si a eso se le sumaba comer las 12 pasas de uva y ponerse la bombacha rosa, las cosas se complicaban. Nunca hacíamos a tiempo, y llegar un minuto tarde significaba no saber si ya había aparecido y se había ido. Siempre quedaba la duda.
Se corrió la voz en mi familia, que eso de la flor blanca de la higuera era mentira, que las higueras no tienen flores, ni siquiera en nochebuena.
Sin embargo, a pesar de los rumores, Nina (mi tía) y yo seguíamos creyendo en ella. Podíamos oler su misterio, oír su gran secreto y percibir sus poderes mágicos. La habíamos visto hacerse mujer, abandonar su juventud de ramas delgadas y quebradizas, la habíamos visto sufrir cuando una fuerte tormenta le había arrebatado uno de sus brazos, la habíamos visto resistir ante los vientos… flexible, danzante, no se oponía al viento sino que acompañaba sus vaivenes.
Era mi refugio, había sido la que sostuvo mi primera hamaca, y luego fue mi confidente eterna. A su lado enterré el único pececito que tuve. Con funeral y todo, el pececito naranja fue sepultado dentro de una cajita de remedios, a los pies de la higuera. La primera conciencia de muerte compartida con ella. Ese fue el día en que la vi mujer.
Entre todos los frutales y las plantas del parque, ella era La Dama. Había crecido, vestía un frondoso verde y su cuerpo se había vuelto robusto y fuerte pero sin perder su tierna mirada ni la dulzura de su abrazo.
Cada nochebuena íbamos a buscar la flor blanca con Nina, que era la que siempre se acordaba. Nos escabullíamos del brindis y esperábamos, bajo la higuera, que ocurriese el milagro. Volvíamos a la mesa pensando en que el próximo año sí la veríamos, aunque en la familia ya no lo creyeran posible.
Entonces me propuse no pensar más el deseo sino tan sólo ir a ver la flor y que ella me lo dijese. Y así lo hice. Esa primera nochebuena sin deseo pensado llovía a cántaros. El cielo se desplomaba en una cortina de agua que impedía la vista al parque desde la ventana. Se acercaba la hora y seguía lloviendo. Tanta era el agua que caía, que hasta Nina dudó en ir. Para mí era una señal. Era “la señal” que anunciaba el milagro esperado durante tantos años.
Partimos en la expedición, mi papá, Nina y yo. Los tres bajo un paraguas negro, pisando charcos y en silencio. Sólo se oía la lluvia. Ninguno de los tres se atrevía a hacer siquiera un comentario, pero era como si cada uno supiese qué pensaba el otro. Si estábamos ahí, era por algo. ¿Qué nos unía en ese momento además de la esperanza? Eso, lo íbamos a saber muchos años después.
Esa noche, llegamos a la higuera dos minutos antes de las doce. La Dama del parque, la mujer, nos esperaba bajo la lluvia y nos dio refugio, nos abrazó, nos acunó. Mientras esperábamos la hora, cada uno argumentaba dónde podía aparecer la flor: si en el centro, bien arriba, más abajo o a los lados. Cada uno tenía su teoría. Nos olvidamos del reloj.
Nina fue la primera en verla. Me di cuenta porque todo se puso blanco de repente. Luego se acercó mi papá, pero él no dijo nada, sólo miraba. Nina, en cambio, estiraba su brazo como para tocarla. Ponía un beso en su mano y se lo llevaba a la flor. Yo veía su cara gracias a la luminosidad en la que estábamos inmersos, los ojos más grandes que nunca y una sonrisa llena de gratitud.
Yo, todavía no la había visto porque estaba mirando todo lo que allí sucedía. El parque estaba oscuro y la higuera iluminada, Nina estaba maravillada y mi papá, absorto. Ese escenario era ya un espectáculo fascinante para mí. Adelantándome un paso entre ellos, abracé a la higuera, miré hacia arriba y un prado de flores blancas nos cubrían como un manto. Le agradecí en silencio, hasta el día de hoy. Y a Ella, este homenaje.
 
Carito
Invierno de 2010
 

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