¿QUÉ NOS PASA?
Comparto el texto que escribí y leí esta mañana en el programa Palabras Mayores.
¿Qué nos pasa?… no dejo de preguntármelo una y otra vez. Qué nos pasa como sociedad, como grupo humano, como personas. Cuándo dejamos de valorar y respetar a los viejos? En qué momento desviamos la mirada y nos perdimos? Algo sucedió, no estoy segura que fue o por qué, pero tengo claro que algo pasó.
Hace 17 años estoy al frente de Palabras Mayores, un programa dedicado a la vejez. A los más grandes, a los que son nuestras raíces. Un programa que nació como homenaje a mis abuelos, homenaje basado en el profundo amor que desde muy pequeña despertaron en mí y que aún hoy, que ya no están conmigo físicamente, lo siguen despertando.
Ya en aquellos inicios notaba un desinterés de la gente por los viejos. Pero no imaginé que podíamos llegar tan lejos.
No imaginé que en mi programa y en las muchas entrevistas que hice iba a escuchar y sentir en carne propia tanta soledad y abandono. Sí, escuché muchas soledades en palabras cargadas de tristezas y ojos llenos de lágrimas: “mis hijos están muy ocupados por eso no los molesto, con que me llamen cada tanto me conformo”… “quisiera que mis nietos alguna vez vengan a verme”… y tantas frases más.
No imaginé que tantas manos me iban a apretar las mías, que tantos ojos me iban a mirar para guardarse en mi retina y ayudarme a pensar y reflexionar en esto que no pasa.
Cuando era chica vivía lejos de la casa de mis abuelos. Los veía en las vacaciones o cuando ellos iban a visitarnos. Era una fiesta cada encuentro y una angustia cada despedida. Todavía recuerdo sus olores tan particulares, llegar y entrar corriendo a sus brazos. Los malvones siempre me lleven con mi abuela Teresa y las uvas chiquititas con Avelina. De cada uno guardo mucho. Conservo palabras, recetas, frases, maneras, alguna pertenencia. Y cuando los extraño, cuando siento que su sola presencia ayudaría a calmar mis penas me refugio en esos fragmentos y los reconstruyo con anécdotas, canciones, sonidos que me alivian.
Será por eso que hoy me cuesta entender, que no logro comprender como fue que llegamos a este lugar en el que los viejos son despojos. Duele decirlo, duele leerlo pero es lo que estamos viviendo.
Cuándo fue que dejamos de elegir ir a visitar a nuestros abuelos? Cuándo elegimos mirar una pantalla antes que los ojos cargados de experiencias? Cuándo dejamos de tener tiempo? Cuándo la vida se convirtió en una carrera desmedida por el tener más y más, aunque eso signifique descuidar a los afectos? Cuándo decidimos darles más tecnología a los niños y menos mimos de sus abuelos? Cuándo reemplazamos las comidas con sabor y olor por delivery? Cuándo nos olvidamos de escuchar… Cuándo pasó todo esto?
Pasó y pasa. Y eso hace que nadie quiera ser viejo. Eso hace que odiemos la palabra viejo, que intentemos disfrazarla, ocultarla, taparla para que no se note, para que nadie se de cuenta y entonces si sigamos siendo y perteneciendo, porque sabemos que en cuanto perciban que algo de la vejez está en nosotros nos van a descartar, al principio será de apoco, pero al final será definitivo, hasta que la muerte se apiade y nos venga a buscar.
Si ven que nos vamos poniendo viejos ya no querrán escucharnos, porque hablamos “otro idioma”. No tendrán tiempo para conversar porque eso ya no se usa, hoy sólo nos queda chatear. Entonces tratamos de aprender y aprender lo que nos pueda acercar. Tapamos las canas, encremamos las arrugas y hacemos todo lo anti-age (anti edad) que la industria y las góndolas de las farmacias nos propongan. Todo para que no se nos vaya a notar que somos viejos.
Tristeza a parte si a todo esto se suma alguna enfermedad o incapacidad. Ni hablar si quedamos solos. Pasamos a ser una carga, un problema, una molestia. ¿Quién nos cuidará si lo necesitamos? Buscan y eligen “cuidadores” para nosotros pero sin nuestro consentimiento.
En otros casos nos buscan una nueva casa, es decir un geriátrico. Así, de repente, después de años de vivir en nuestro hogar, trabajando y cuidando de nuestra familia, con nuestras cosas, nuestros muebles, objetos queridos, nos mudan a un lugar donde hay muchos viejos, pero que no son nada nuestro, a convivir con gente desconocida, con horarios y pautas establecidas sin derecho a protestar ni mucho menos a extrañar.
Yo quiero llegar a vieja, claro. Quiero llegar a tener muchos años pero no para esconderlos o camuflarlos sino para lucirlos orgullosa. No quiero entrar en las estadísticas que dicen que la mitad del maltrato hacia los adultos mayores es causada por hijos y nietos. No quiero esperar que el Estado me reparare históricamente mis derechos. No quiero que me busquen un “nuevo hogar”. No quiero que la sociedad me deje a un lado porque ya no camine rápido ni tenga el ritmo de los jóvenes. No quiero que me manden al psiquiatra para
determinar si puedo conducir o no mi vehículo.
Yo quiero llegar a vieja, claro. Pero para eso quiero empezar a construir una sociedad diferente. Volvamos a querer y a respetar a los viejos. Aceptemos que la vejez es una etapa de la vida. No es idílica, pero tampoco es fatídica. Está en nosotros que la hagamos una etapa digna. Esa es la reparación necesaria, la verdadera reparación histórica: la que reivindique los años, la experiencia y el paso del tiempo como un triunfo y no como una triste derrota.
Lic. María Cecilia Lorenzo
Córdoba, 8/10/16